El Mayor Nacimiento de la Historia
“Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.” Mateo 1:21
Estamos celebrando el nacimiento más importante de la historia. El Creador del universo se despojó de toda su gloria y no consideró el ser Dios como algo a qué aferrarse, sino que se hizo hombre, siervo, y obediente hasta la muerte en una cruz (Filipenses 2:6-8), para luego resucitar al tercer día venciendo la muerte. Lo que estaba haciendo Jesús era cargar sobre si todas nuestras rebeliones y pecados, nuestras maldiciones y enfermedades, nuestra pobreza. Anular el acta de los decretos que nos acusaban, y clavarla sobre Él en la Cruz del Calvario. Luego resucitaría al tercer día para darnos vida eterna junto a Él. Pero me impresiona imaginar que el que es la Palabra, tuvo que aprender a hablar, a leer. Ese que sustenta al universo con la palabra de su poder, tuvo que aprender a caminar. El que diseñó al mundo y sus mares, los bosques y los astros, tuvo que aprender carpintería de su papá terrenal. La Biblia dice también que se sujetó en obediencia a sus padres. Cuando yo era adolescente pensaba que era más sabio y pilas que mis padres, y el tiempo me enseñó cuan equivocado estaba, pero, el joven Jesús, que con certeza sí sabía más que sus padres, siempre los honró y respetó. ¡Que clase de regalo nos dio el Padre entregando por nosotros a Su Hijo amado!
Si alguien te entrega a su hijo para salvarte a ti y a los tuyos, ¿qué mas podrías pedirle? ¿Qué tanto le pides a Dios? ¿Le pides más de lo qué le agradeces y de lo qué lo adoras? La verdad es que, si a partir de este momento Dios no hiciera ya nada más por nosotros, aun así, deberíamos estar infinitamente agradecidos por lo que ya hizo, porque ya nos ha dado más que suficiente y mucho más de lo que podríamos haber merecido. Todos nuestros muchísimos pecados fueron perdonados por lo cual nos dio vida junto a Él. Su sangre nos limpió y por eso somos benditos, aunque merecíamos ser malditos; tenemos vida, aunque merecíamos la muerte. Nos dio nombre, su ADN y nos dio acceso a la familia. Jesús nos llama hermanos, el Padre nos llamas hijos amados, y el Espíritu Santo mora en los creyentes dándonos el mayor de los privilegios: ser su templo. Por eso oro con Asaf y le digo: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra.” (Salmos 73:25) Y con Juan el Bautista: “No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo.” (Juan 3:27). Y por eso declaro con el rey David:
“Tú eres mi Señor; No hay para mí bien fuera de ti.” Salmos 16:2b
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