La Trampa del Orgullo – P2

“Y Naamán se fue enojado, diciendo: He aquí yo decía para mí: Saldrá él luego, y estando en pie invocará el nombre de Jehová su Dios, y alzará su mano y tocará el lugar, y sanará la lepra.” 2 Reyes 5:11

Cuando Giezi, el siervo del profeta Eliseo le informó a Naamán, un hombre tan importante y admirado, que debía sumergirse siete veces en el Jordán para ser sanado de su lepra, este se enojó profundamente. ¿Por qué? Porque en su ensimismamiento, en su auto exaltación como gran guerrero, imaginó el proceso de una forma y la respuesta vino de otra. ¿Cuántas veces te has enojado o has sufrido porque simplemente las cosas no salieron como lo previste? Yo diría que es una de las principales razones del dolor humano. Yo quería A pero ocurrió B; yo planeé X pero sucedió Y. Y Naamán tenía una expectativa acorde con su propia grandeza. Él llegó a Samaria con seis mil piezas de oro, plata y vestidos. No le debía nada a nadie. Literalmente esperaba comprar su sanidad. Observa el texto donde dice: “he aquí que yo decía”, otra versión dice “yo pensé”. Venía por un milagro de Dios, pero sería él quien definiría como sucedería. Suena absurdo, pero ¿no es lo que hacemos muchas veces? Además, Naamán imaginó que Eliseo “alzaría su mano” para tocar el lugar, o sea que no pensaba siquiera bajarse del caballo. El éxito nos puede cegar infantilmente. Se iba a perder su sanidad solo porque las cosas no ocurrieron como él las imaginó. Así de orgullosos podemos ser…

Pero hay algo más que seguramente lo enojó. Sumergirse en el río implicaba desnudarse y permitir que sus siervos vieran su piel emblanquecida. Como todos nosotros, escondía su debilidad y mostraba solo lo que lo enorgullecía. Naamán, un hombre fascinante, admirado y exitoso no quería ser vulnerable. Deseaba ser sanado, pero sin perder esa imagen externa que todos admiraban. Pero el orgullo enferma. De hecho, nuestro orgullo produce la peor de las lepras: el pecado. Y la única manera de deshacernos de él es humillándonos. Me imagino lo que sintió al bajarse de su caballo, caminar hasta el revuelto Jordán, y despojarse de su armadura, de su uniforme y armas; de su imagen de hombre poderoso, y mostrar su cuerpo en pleno deterioro. Una zambullida. Nada. Dos zambullidas. Nada. ¿Y si esto es solo una burla? Tercera zambullida. Nada. ¡Debí haberme quedado en Siria! Cuarta, y nada. Quinta. Esto es humillante. Sexta… Pero al salir de la séptima…

“…conforme a la palabra del varón de Dios; y su carne se volvió como la carne de un niño, y quedó limpio.” 2 Reyes 5:14b

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