El Inquilino

¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? 1 Corintios 6:19
Pablo nos está revelando una trascendente verdad bíblica la cual, por su misma trascendencia, podemos profesarla intelectualmente pero no internamente: ¡Dios habita en el creyente! Ahora bien, cuando leo esta y otras citas que afirman lo mismo, me pregunto: Si Dios habita en mí, ¿por qué no se nota más? ¿Por qué no vivo en santidad y lleno de buenos pensamientos? ¿Por qué batallo entre mi espíritu y mi carne? Y me doy cuenta de un malentendido que he tenido por mucho tiempo. Cuando he pensado en que Él mora en mí, lo he asumido como a un inquilino a quien yo invito a mi vida. Inconscientemente me he creído ser el dueño que invita a Dios a su corazón, pero ese es un error porque Él no es un inquilino en mi templo, Él es el dueño, de todo mi ser, no solo de mi cuerpo sino de mi alma y de mi espíritu también. Él es quien me da la vida, la salud, la provisión, el trabajo, la familia, los sueños, todo. ¿Qué hay en mí que no le pertenezca ya?
¿Qué pasaría si ese Espíritu se manifestara libremente a través de mi obediencia y comunión con Él? ¿No sería vida fructífera y poderosa? Entonces, ¿qué le impide liderarme y transformarme? En principio, yo. Más específicamente, mi alma. Al conocer personalmente a Cristo soy salvo, y mi espíritu despierta y se reconecta con Dios, pero mi alma, es decir mi intelecto, mi voluntad y mis emociones, sigue intacta. Ella quiere seguir reinando sobre mis decisiones, relaciones, lenguaje; sobre mis miembros, mis pensamientos y planes. Por esto entro en una batalla entre mi carne y mi espíritu, la cual tiene lugar en mi alma. ¿Por qué? Porque en ella, en el alma, es donde decido si sirvo al espíritu o mi carne, a la Palabra o a mi voluntad. En ella elijo “buscar las cosas de arriba” o enfocarme en lo natural, vivir en lo eterno o en lo temporal, en lo espiritual o en lo carnal. Saber que somos inquilinos de Dios porque todo le pertenece a Él es liberador, al quitar del medio a nuestro ego y a la absurda arrogancia que hemos desarrollado comparándonos con otros. No solo no somos nuestros porque Dios nos creó y eligió este tiempo para que viviéramos en él, determinó nuestra familia, nacionalidad y cada detalle de nuestro ADN. Somos de Él porque cuando nos apartamos, murió por nosotros. Aceptémoslo para nuestro bien: no somos los dueños, tan solo inquilinos…
“Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” 1 Corintios 6:20
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